Los Becerra (I)
De mi tatarabuelo Antonio no tengo casi noticias, casó con Gregoria Rosales y hubo 12 hijos, Faustino, Domitila, Ricardo, Elodia del Rosario, José Tomas, Vicente, casado con Atilia Vivas, Carmela, casada con Narciso Arellano, Martina Lucrecia, casada con Avelino Rosales, Marco Antonio, casado con Lucía Borrero, María Micaela, que casó con Antonio Becerra, mis bisabuelos; y José Asunción, casado con Isabel Sánchez, también bisabuelos de quien escribe, (Esto por que un hijo de los primeros: Vicente, se casó con una hija de los segundos, Amalia, siendo primos hermanos. Supongo que ese matrimonio levantó alguna ceja, mas aún cuando él con 40 años, se casó con ella de 15). A esta altura mis antepasados dejan de ser Pérez y se convierten en Becerra. Sobre Don Antonio Becerra se sabe que fue Sacristán, tal y como se ve en la Partida de Nacimiento de su hija Tirsia Micaela (conocida como Teresa) de Febrero de 1889. Se tuvieron vagas noticias sobre la procedencia de mi bisabuelo, apuntando siempre a Capacho.
El mayor de los hijos de Antonio Becerra y Micaela Pérez, los bisabuelos, se llamaba José Fermín y nació aproximadamente en 1867, casi no sé nada de él, pero dicen por allí que murió lejos y leproso. A principios de siglo existía en Michelena un Lazareto, un leprocomio, y por alguna orden gubernamental fue cerrado y se decidió enviar a los enfermos a otro que quedaba cerca de Maracaibo, en la Isla Providencia. Como a estos enfermos los trataban mal en los leprocomios, para trasladarlos los encadenaban, como presos, porque si no se escapaban.
Parece que el tío Fermín andaba en esos día haciendo oposición política al gobierno y el gobernante local se deshizo de él encadenándolo al grupo de enfermos que se trasladaban, por supuesto allá se contagió y murió. Dicen que en esos tiempos los sepultaban rociados en abundante cal viva, supuestamente era una medida higiénica.
El tío Fermín, aunque no se casó, dejó una hija: María Cirila Becerra. Ella se crió en medio de la familia, pero de acuerdo a las costumbres de la época (debe haber nacido hacia 1890), se le trataba con cierta discriminación por ser “ilegitima”, expresión que siempre me ha parecido ridícula. La niñita tuvo que convertirse entonces en casi una sirvienta: ayudar en cocina, la limpieza, y todos los oficios domésticos, a cambio de techo, cama, comida y alguna gota de cariño. Y aprendió muy bien, se convirtió en excelente cocinera, a tal punto que sobre los años 40 regentó en San Cristóbal el Hotel de la Aeropostal, la primera línea aérea venezolana, donde se alojaban y comían los pilotos, las aeromozas y el personal que pernoctaba entre vuelo y vuelo. Después fue ecónoma del Seminario Diocesano, cuando su ubicación era el edificio del actual Universidad Católica del Táchira, el ala norte del Edificio Viejo. Por casualidad recibí clases en esos salones hacia 1969 cuando estudié por primera vez en la entonces llamada UCABET, Universidad Católica Andrés Bello Extensión Táchira.
Cuando dejó de trabajar, por razones de edad, se alojó en casa de algunos parientes, me parece recordarla hacia 1960 en casa de mi tío Ernesto, en la calle 5 de San Cristóbal, pero mas tarde, cuando vine a estudiar al Táchira ya la conseguí alojada en la “Casa de las Tías”, en Táriba, donde he vivido desde 1969 intermitentemente y desde 1974 definitivamente.
María Cirila dedicó los últimos 20 o 30 años de su vida a servir, a ayudar a cualquier pariente que lo necesitase. En la Casa de las Tías en Táriba, ayudaba en la cocina, ayudaba a servir la mesa especialmente en ocasiones de vista o reuniones, lavaba y planchaba la ropa de los arrimados de turno (yo fui uno de los beneficiados), y se arremangaba a preparar platos especiales para las vendimias de la Parroquia. En la medida que iba envejeciendo ya no era tan acertada en la cocina. Una vez se pusieron de acuerdo mi prima Isabel Teresa (una de las hijas de mi tío Ismael), su novio (después su marido, y luego ex - marido) Pedro Toro, con María Cirila para ir a visitar el pueblo natal de José Gregorio Hernández (Médico, Beato, miles dicen haber sido curados milagrosamente por este galeno que murió atropellado en Caracas hacia 1917).
Prepararon el viaje al pueblecito de Isnotú, que está a unas 5 o 6 horas por carretera. Como salían de madrugada, cuando vinieron a recoger a Maria Cirila, eso debe haber ocurrido en 1974 ó 75, ella tenía listo café caliente, y cuando Isabel y Pedro lo probaron casi se ahogan pues tenía sal en vez de azúcar, bueno, parece que el objetivo de espantar el sueño se logró con creces. Cuando llegué a vivir en esta casa, en Octubre de 1969, casi al día siguiente María Cirila vino a hablar conmigo, tendría ochenta y pico, la recuerdo con inmenso cariño pero no tan grande como el que ella obsequió a todos sus parientes. Era bajita, tal vez un metro cincuenta, o menos, regordeta, vestida como casi siempre le vi en casa: falda negra como un tubo hasta media pierna, blusa blanca abotonada hasta el cuello y mangas hasta la muñeca. Con sus lentes a medía nariz, su sonrisa pronta, sus pómulos rosaditos y lisitos (siempre que podía se frotaba pan de avena, para el cutis, decía), con voz muy ronca, sonora, y recordando reiterativamente que estaba medio sorda, para que uno le hablase fuerte. Usted va a necesitar quien le arregle la ropa, me dijo palabras mas o menos, aunque yo estoy muy vieja y achacosa todavía estoy entera como para eso. Después me enumeró a tíos y primos a los que ella quiso mucho, y se los demostró sirviéndoles, con lo de la lavada y planchada. Esa bella gente de antes… A mi me dió no se qué, y aunque le dije que sí no le llevé ropa para lavar y planchar. Una semana después estaba frente a mí, irritada, ofendidísima, salí regañado y comprometido a llevar ropa, cosa que esta vez si hice. Todavía la recuerdo, cómo sonreían su boca y sus ojos, cuando me llevaba la ropa planchada sobre un periódico, presentada en sus antebrazos, “aquí está la ropita, yo todavía puedo”. Murió en 1984.