La vida en la finca de sarrapia, en la selva, era muy distinta a la vida urbana, como la mía. Una vez iba mi abuelo por una senda y se tropezó con una raíz gruesa que la atravesaba, masculló alguna interjección castiza y siguió, acompañado de 2 o 3 peones. Unos metros mas adelante se volvió a tropezar con una raíz muy similar a la anterior, pero esta vez la raíz se movió. Era una tragavenado, una boa muy larga, gruesa y pesada. Según cuentan medía alrededor de 20 metros, pero seguramente con los años y los cuentos iba aumentando su longitud. Dicen que Don Gonzalo y los peones la siguieron en su movimiento hasta encontrarla enroscada con una gran roca tras ella, y con su gran cabeza (como la de un perro grande) levantada en plan agresivo. Le dispararon varias veces y no mostró debilidad por las heridas, entonces mi abuelo, apuntó con el rifle a la boca de la serpiente, y justo cuando la abría le disparó allí, matándola. Según el resto de la historia, usaron un gran palo para trasportarla, pero pesaba tanto que costó mucho llevarla hasta la casa de la finca.
Otra historia cuenta que, como todas las noches, se sentaban en el corredor de la casa de la finca el dueño, su familia, y los peones. Allí descansaban, a la luz de hogueras, charlando y a veces cantando. En cierto momento mi abuela llamó a su marido:
Gonzalo …
Qué?, respondió en medio de su cansancio
Me está subiendo una mapanare por las piernas … (Doña Eusebia estaba embarazada y dicen que las serpientes gustan de confortarse en el calor corporal de las que están en tal estado).
La mapanare es una culebra venenosa de buen tamaño (metro y medio), y cuyo veneno en aquellas tierras era mortal por la falta de atención y antiofídico.
A la luz de las llamas que alumbraban el lugar, Don Gonzalo sacó su revólver y, sin cambiar de posición, de un certero disparo voló la cabeza de la bicha que ya se acomodaba en el regazo. Mandaron a algún obrero a recoger el reptil y siguieron tan tranquilos, aunque yo creo que esto último es todavía más difícil de creer.
Mamá me contaba que en la casa grande de la finca había un cuarto especial, el cuarto de las morocotas. Allí, en una pequeña habitación de 2 a 3 metros de lado, se hallaban tiradas en el suelo miles de morocotas, decía ella que si se sumergía el pié pasaban por encima del tobillo. La Morocota era una moneda de oro, especialmente dólares norteamericanos, que eran monedas de curso normal en el país. Una de ellas equivalían al sueldo de decenas de meses de un peón. Cuando los muchachos de la familia se portaban bien los dejaban jugar en ese cuarto.
Pero todo cambió el día que un juego de cartas, mi abuelo y un contrincante anónimo se jugaron en una sola mano todas sus propiedades. Mi abuelo perdió todo. Sin embargo, cuando estaba muy deprimido, ya lejos de sus tierras y con mi abuela y sus hijos, que al parecer era los mas caros en su afecto, le recordaron que él tenía olvidado un pequeño hato en Guasdualito, unos cuantos centenares de kilómetros río arriba por el Apure. Allá se fue, en un pequeño barco de vapor que cubría la ruta, pero a las pocas semanas de llegar, se enfermó de pulmonía y murió en 1935, a los 35 años.
La familia se disgregó, Mi abuela y su Beri-beri hacia el sur, mi bisabuela y las dos muchachas (mamá y su hermana) a Ciudad Bolívar, y mis tíos fueron capturados por las bandas de piratas que asolaban las riberas de los grandes ríos del Sur de Venezuela y Norte de Brasil.
El tío José Manuel, me ha contado muchas veces sus aventuras en la selva y en los grades ríos, por los que llegó hasta Boa Vista, Brasil. Cómo aprendió con los indios, también esclavizados como él, a comer raíces para no debilitarse. Cuando se lee La Vorágine, de Rivera, un escritor colombiano, se conoce el ambiente en que se hizo adolescente mi tío José Manuel. A veces, cuando los captores y explotadores que lo mantenían secuestrado, hacía un alto en alguna ribera solitaria, él se internaba un poco en la selva buscando comida, y más de una vez oyó como se desplazaba un escándalo de voces de monos y aves. Corrían huyendo al tigre, ejemplar que por lo general desplazaba sus buenos 200 kilos y fatal para un niño de 12 o 13 años mal alimentado. Pero ya él sabía que debía subirse a un árbol y quedarse en las ramas muy delgadas a las cuales no podía trepar la fiera, que después de esperar una o dos horas se marchaba, pero no se podía bajar hasta que no se perdía a lo lejos el escándalo de monos y pájaros huyendo.
Este tío, el de las aventuras podría decirse, venía una vez atravesando el Orinoco cerca de Puesto Ayacucho, por los raudales (rápidos), cuando la canoa encalló en una piedra. Al verlo, mi tío que venía acompañado por un indiecito mas joven e inexperto, sacó su pie y empujó la canoa pero con la mala suerte de que se quedó parado sobre la piedra con el agua a los tobillos. La canoa no pudo regresar contra la corriente, además era la hora de ponerse el sol, y tuvo que pasarse toda la noche de pie en la roca con el Orinoco bramando a su alrededor al otro día el noble indiecito, vino con adultos y lo rescataron. En otra oportunidad se encontraba trabajando de contrabandista: conducía una pequeña canoa entre Puerto Ayacucho (Venezuela) y un puerto colombiano. Todos los días hacía el trayecto de ida y vuelta, llevando y trayendo productos a las órdenes de algún comerciante del lugar. Un buen día, vio en una pared un cuadro de un velero, y se le ocurrió que si se le ponía algún tipo de vela al bote no tendría que esforzarse tanto.
Se las ingenió para adaptar un pequeño mástil con otro palo atravesado donde armó una vela con una cobija. Al principio todo marchó como el esperaba, pero en algún cambio de viento, o de ruta, el viento volteó la canoa. El inventor fue arrastrado por el río tan abajo que duró como dos días en regresar caminando a Puerto Ayacucho.
Algunos años más tarde mi bisabuela y mi mamá viajaron a Maracay, hacia el año 40, y mí tía Ernestina se quedó con otros parientes en Ciudad Bolívar. Se radicaron en una casita sobre el cerro de El Calvario, cerquita de la Maestranza. Mi mamá una flaquita de 16 años que apenas pesaba 44 kilos, con cuarto grado de primaria no terminado, apenas pudo se colocó como dependiente en la Librería El Paréntesis, propiedad del Sr. Carlos Motamayor, y allí trabajaba cuando mí papá la conoció. Pero … de dónde venía este joven bien parecido, cabello rubio, ojos intensamente azules, sonrisa contagiosa y simpatiquísimo (Descripción de mamá). Venía del Táchira, de Michelena, si la tierra de mamá estaba al Este y al Sur, la de papá casi a mil kilómetros de distancia, estaba al Oeste. Claro!, uno de los Pérez de Michelena.