Los Pérez (I)

Michelena, fue fundada en 1849 por un hermano de mi tatarabuelo, el Pbro. Dr. José Amando Pérez, a causa de un terremoto.
El Padre Jose Amando nació en plena montaña (La Urubeca, 8/2/1812), como tantos tachirenses de antes, y aún muchos de ahora, la familia tendría una casita de paredes de tierra pisada, con techo de caña brava y teja pegada con barro. La cocina tendría una estufa de leña que además era y es el lugar para calentarse cuando hace frío. Durante mis tiempos de excursionista visité muchas casitas de este tipo. Un pequeño corredor en la parte delantera y casi siempre alguna montaña en la trasera, y muy cerca los pequeños corrales con una o dos vacas lecheras. Yo no sé si estas viviendas son más bellas cuando las arropa la neblina con aquel silencio roto solo por el ulular del viento, o cuando el sol resplandece muy brillante y se ve un cielo azul muy intenso con unas nubes mas que blancas, majestuosas y plateadas, y todo los cerros cercanos se ven verdes, infinidad de tonos verdes, y los cerros lejanos azules y misteriosos con sus jirones de nubes cerca de la cima.
Me permito imaginar a Don Juan Evangelista Pérez y a Doña Gregoriana Arellano levantándose a las 4 o 5 de la mañana, cualquier día de 1820, un aseo mínimo debido al frío de la hora y como por arte de magia la taza de café humeante, hecha tan rápido que se podría pensar que estaba preparado desde la noche anterior. La manera de preparar café en la montaña puede ser muy especial, lo he visto algunas veces. Se alimenta el compartimiento de la cocina de leña para lograr una llama fuerte, se coloca una olla con agua y un trozo de panela y mas tarde suficientes cucharadas de café, cuando empieza a hervir se retira la olla de la hornilla, se saca un tizón de leña aún con brasa y se sumerge un instante en el líquido de la olla. De inmediato sale una “humarada”, vapor de agua, y el café se sedimenta en el fondo del recipiente. Con un gran pocillo, de metal o de peltre, se sirve el café en la taza, está calientísimo, yo debo esperar unos cinco minutos para probarlo, pero Don Juan, Doña Gregoriana y generaciones de tachirenses lo toman soplando a medida que beben pequeños sorbos, a veces se vierte en el “platico” para beberlo.
Después, en un ambiente serio, respetuoso, y encomendándose a Dios, a la Virgen, a los Santos y a las Benditas Ánimas del Purgatorio, se iniciaban las faenas del día. Desde tiempos inmemoriales, desde siempre, la familia tachirense es muy respetuosa, entre los hijos y con los padres se tratan de Usted.
Le diría un hermano a otro:
Mire Juan, Usted trajo las vacas al corral?
Si José, oiga, papá le dejó esta semilla, pa’ que la siembre y si Dios quiere, podamos sacar algo.
Ay si mijito, Ánimas Benditas, nos hace mucha falta así que encomiéndese a San Isidro, sentenciaría ocupada en los oficios desde la cocina Doña Gregoriana. Y así, en el trato entre los vecinos, o cuando se iba al pueblo, imperaba un respeto del que aún quedan fuertes rasgos sobre todo en nuestros pueblitos de montaña. En aquellos tiempos, la palabra valía mas que un documento, las deudas eran sagradas, y aunque había pillos como siempre en el mundo, no eran tantos. En ese ambiente todos trabajaban, casi todo lo de la casa se elaboraba artesanalmente. Hace unos 30 años tuve la oportunidad de ver algo de eso aquí, donde vivo todavía.
La que hoy es mi casa, en Táriba, fue construida en 1959 por el Coronel José Eulogio Becerra Pérez, hermano de mi abuelo, padrino de mi papá y padrino mío. Aquí vivía este solterón millonario, serio, piadoso, ya retirado del ejército y recién terminado su período como Senador. Vivía con sus hermanas solteras, solteronas, pero murió en 1961 con unos ochenta años de vida. Las hermanas heredaron la casa (Tía Juan Antonia que murió en 1979 a los 102 años, Tía Salvadora que murió el mismo año con 99 y Tía Teresa, que murió en 1987 a los 98). Yo viví con ellas intermitentemente entre 1969 y 1974, y de ahí en adelante he vivido siempre es esta inmensa casa.
Recién llegado acá, en el 69, con 16 años, noté varias cosas. Mis tías tenían imágenes de santos en varias partes de la casa, todas con velas y velones encendidos desde tempranito hasta la noche. La cera derretida de esas velas era cuidadosa y diariamente recolectada, y guardada en cajas de zapatos o parecidas, y por mas que me rompía la cabeza no alcanzaba a imaginarme la razón de ese rito cotidiano. Un día pasando por la zona de la casa donde estaban las cochineras, los gallineros, los desvanes y los garajes, encontré a JuanMoreno (así, pegado el nombre y el apellido como casi todo el mundo conocía a este personaje que ampliaremos más adelante), ocupadísimo en un particular oficio.
Estaba sentado en un pequeño taburete y tenía frente a sí lo que hoy sería un “kit” para fabricar velas. Era una percha para colgar ropa y sombreros de 1,80 mts de altura aproximadamente, con una base un poco ancha (unos 50 cms de diámetro) que se adelgazaba hacia su extremo superior (unos 20 cms de diámetro). Amarrado con alambre al extremo superior de la percha se veía un tubo de los que se usaban antes para el agua potable (ahora se usa plástico), esté subía, describía un gran arco y el extremo quedaba apuntando hacia el suelo a un metro y medio aproximadamente. En este extremo salían 4 cuerdas que sostenían un aro de metal (de un metro de diámetro) que estaba en plano horizontal y que quedaba mas o menos a la altura del pecho del artesano. Amarrados a este arco colgaban unos 20 o 30 mechas de vela de unos 30 cms de largo. A un lado del taburete tenía un pequeño brasero encendido, en el que colocaba una ollita con asa, en la cual echaba los restos de cera de las velas, para que se derritiesen. Luego escurría la cera en cada mecha, recibiendo el sobrante en otra ollita, y poco a poco hacia rotar el aro para que llegase frente a él otra mecha, y otra, y otra.
Con una paciencia ancestral iba escurriendo chorritos y girando el aro, hasta que la cera de las mechas se secaba y engordaban progresivamente al calibre de una vela. Al final cortaba las mechas del aro, y amarraba otra serie y volvía a empezar. Durante esa mañana repitió el proceso hasta preparar mas de cien velas, nunca se quejó, ni se manifestó aburrido, y siempre lo vi concentrado con las mil arrugas de su cara de 80 años. Esa era la actitud de los tachirenses de antes. Cuanto me impresionó, pues mi cultura era urbana, televisiva, pro hippie, modernista, tecnocrática y burlona hacia el pasado y la artesanía. Al ver eso, cambié.
Así se hacían las cosas, los utensilios y los aparatos, así se cultivaba, se trabajaba, se rezaba, se vivía, cuando nació el Fundador de Michelena, y yo tuve la oportunidad de asomarme al ambiente, a la cultura de 100 y 150 años antes, y aprendí a respetarla. Siendo millonarias, mis tías abuelas, reciclaban muchas cosas, ahorraban en todo y sentenciaban al vivaracho sobrino con refranes de humildad, sencillez y cuidado de las cosas.